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Mirando de Frente
Sabía que era afortunada, podía mirar al amor de frente. Y paradójicamente ese fué el principio de mí debacle personal.
Pasó sin darme cuenta, tras pequeños gestos que al principio ni percibes, restándoles importancia. Todo comenzó mediante tímidas sonrisas que acabaron en carcajadas, dejando aflorar la complicidad, creando conexiones sin importar la distancia, provocando un interés mutuo que aumentaba día tras día acercándonos física y mentalmente. Mi alma se alimentaba sólo con su presencia, haciéndome sentir bien así sin más, poniendo a prueba la palabra amistad.
Un día cualquiera sin previo aviso, un roce intencionado despertó en mí una corriente eléctrica increíblemente cargada de sensualidad. Entonces dimos luz verde a una avalancha de miradas que se buscan y se encuentran con todo el descaro del mundo, cada día más numerosas, más deseadas, emocionalmente incontrolables.
No dormía porque soñaba despierta, imaginando un nuevo día, todo lo que fuera no estar a su lado era tiempo perdido, impaciencia cómo el que espera la próxima dosis y tras ella la increíble sensación de bienestar, rebosando alegría y positivismo, mi rostro lo reflejaba a través de la enorme sonrisa que dibujaba su nombre.
Se había instalado en mí casi sin hacer ruido, pero había adquirido un protagonismo desmedido, rozando lo obsesivo.
Y aún así me costó aceptar lo qué estaba pasando, porque en realidad me aterraba reconocer que me había enamorado. Siendo sincera no sabía si era real, creía que todo lo que sentía era un espejismo, quizás un intento cómo cualquier otro para escapar de la monotonía. Y con la venda colocada en los ojos, el corazón se guiaba por instintos siempre hacia la misma dirección, porque no sé puede negar lo evidente, no se puede encerrar en un cajón lo que te hace vibrar, lo que te ilusiona, lo que te enloquece.
Imposible mirar hacia otro lado, porque siempre aparecía ella, en cualquier ángulo, en cualquier plano, una mujer singular que estremeció mi corazón hasta zarandearlo como nunca antes nadie lo había hecho.
No me acuerdo del día en que reconocí mis sentimientos, pero supe que era amor mucho antes de que el dolor apareciera, cuando ya era tarde y ella se alejaba….
Nos conocimos en un mal momento, o mejor dicho, inoportuno.
Nuestras vidas no se podían entrelazar, caminábamos en calles paralelas, ella con su familia y yo con la mía.
Sin hablarlo, ignorando por completo nuestros sentimientos, decidió que lo mejor era poner punto y final, dejar pasar el tiempo a través de la distancia.
Fue así cómo desapareció de mí vida, de repente, sin mirar atrás. Con la misma intensidad que llegó noté que mi cuerpo se resquebrajaba al arrancar el pedacito de ella instalado en mí, cómo si a una planta le cortan la flor justo en el momento que acaba de brotar, en su máximo esplendor, dejando una herida abierta, tratando de olvidar tantos recuerdos aún recientes.
Lloré muchos días a escondidas sin consuelo, no podía mostrar en casa la pena que sentía, porque mis hijos me necesitaban reclamando atención y yo sólo conseguía aparecer a pequeñas pinceladas. Necesitaba dar una oportunidad a lo que hasta entonces era mí vida. Lo intenté varias veces, con todas mis fuerzas, pero nunca volvió a ser lo mismo….
Y me di cuenta que vivía por inercia, sin ganas ni ilusión. Que mí sonrisa había desaparecido demasiado tiempo y necesitaba encontrarla de nuevo. Debía tomar una decisión y necesitaba escucharme, pensar egoístamente en cómo reconstruir mi vida, cómo vivirla desde aquel punto de inflexión.
No quedaba otro remedio, había que empezar de cero, dejar atrás todo lo vivido y guardarlo en recuerdos. El apego no podía frenar las ganas locas de seguir experimentar algo nuevo. Debía dejar el sentimiento de culpa a un lado y vivir la vida que me diera la gana, sin patrones establecidos, simplemente improvisando, descubriendo que el presente siempre es más atractivo que el pasado. Que lo que está por venir guarda la emoción de lo inesperado. Que la vida te sorprende sin saber cuándo y siempre hay que estar preparado.
Criscar