vivir a través del arte

Iglesia Auvers Sur Oise II 

Absorta en sus pensamientos, Isabella se sentó sobre la fría piedra de una lápida. No era una tumba cualquiera, era la tumba contigua a la de Van Gogh y su hermano Theo. 

Conocía perfectamente el lugar de reposo del artista, lo había visto muchas veces y en multitud de formatos: libros, fotografías, pinturas, proyectores. Pero desde el lugar donde se encontraba sentada, no observó el rastro de la sepultura del pintor. 

Se fijó en la cruz que presidía el sepulcro y en los tres pilones engarzados mediante una cadena oxidada. 

El panteón tenía toda la pinta de albergar los restos de varias generaciones por las dimensiones y su grandeza. 

Después de unos minutos intentando ordenar su caos interior, dio un salto desde la parte superior de la formación de piedra, con tal mala suerte que al aterrizar no calculó bien y le dio un golpe al pilón del medio. 

Debido al elevado grado de oxidación, el pilón se partió por la base desplomándose. Isabella miró a ambos lados y no vio a nadie, cosa que la alivió. Solo faltaría tener problemas legales en un país y en una época que no era la suya. Intentó arreglar el estropicio, cogiendo el pilón con las manos y poniéndolo nuevamente en pie. Para su asombró descubrió que el interior estaba hueco cayendo un objeto del interior, justo enfrente de sus pies. ¿Coño y esto? 

A 1,3 km del cementerio…

La oferta del Sr. Levert cayó como agua de mayo a la familia Ravoux. Arthur y mujer Louise decidieron trasladarse a una pequeña localidad al norte de París a mediados de junio de 1889, junto a sus dos hijas Adeline, una adolescente de trece años, Germaine de un año. 

Cansado de trabajar como carnicero, charcutero o lavandero en la ajetreada capital, anhelaba un futuro mejor y más tranquilo para él y para su familia. Hacía tiempo que la pareja había hablado de emigrar para criar sus vástagos a las afueras de París, con el objetivo de tener el control de la crianza en un entorno seguro y apacible. 

Para más inri acababa de eclosionar el evento más importante de la época. La gran exposición universal de 1889. Con ella se cerraba una etapa para dar paso a un nuevo periodo. Nuevas concepciones en la construcción, la industria y tecnología se abrían camino. 

Para Arthur Ravoux, que entonces contaba con 41 años, todo aquello le sobrevino y se le hacía bola. 

Todo cambió una mañana del mes de junio de 1889. 

Gracias a un amigo común, conoció al Sr. Levert, propietario de un negocio minorista de vinos. Después de varios encuentros empatizando y gestando una amistad, Alfred Levert le propuso a Arthur trasladarse a Auvers – Sur- Oise para que regentara la posada de la cual era propietario. 

La familia Ravoux pronto se adaptó a su nueva vida. 

Auvers-Sur-Oise era un pueblo rural tranquilo y apacible, rodeado de campos de trigales y un río, el Oise. Al que frecuentaba la familia, sobre todo los días más calurosos. 

Por lo que respecta al negocio, Arthur consiguió que Levert le dejara poner su nombre a la Posada, anteriormente llamada Café de la Mairie.

La situación de la posada era perfecta, ya que se encontraba en la vía principal, enfrente del ayuntamiento y muy cerca de la oficina de correos. Los jueves era el día que más caja hacían porque había mercadillo. Los comerciantes llegaban con las últimas novedades de París y los ganaderos vendían sus productos manufacturados. 

Gracias al ferrocarril y a la cercanía de la capital, empezaron a llegar pintores de la talla de Charles-François Daubigny, Paul Cézanne, Honoré Daumier y Camille Pissarro. Hecho que atrajo a jóvenes pintores, deseosos de recibir lecciones de estos grandes maestros impresionistas. 

Pero no solo los artistas frecuentaban la tasca de vinos, artesanos como carpinteros, albañiles o herreros, además de los jornaleros de las granjas del pueblo, se dejaban caer por la posada para tomar un refrigerio. 

Aquel café se convirtió en el corazón del pueblo, por lo que la familia Ravoux empezó a prosperar con su negocio. 

La posada se esmeraba por conseguir buenos caldos, ya que era el principal producto, siendo su consumo considerable. A través del ferrocarril llegaban variedades próximas de la zona de Argenteuil pero también de más lejanas como de la zona de Borgoña y Beaujolais. Otros aperitivos deseados eran los anisados y la absenta. 

La parte de atrás de la posada, la trastienda, estaba reservada para los artistas que se alojaban en el albergue. Estos disponían de una llave que daba acceso a un callejón con una pobre iluminación que comunicaba con las habitaciones a través de una escalera de madera. 

En el primer piso había disponibilidad para cuatro habitaciones y en el segundo junto al desván para tres más, estas se caracterizaban por tener los techos muy bajos.

Las habitaciones eran muy austeras, en ellas había una cama, una silla, una cómoda y cuenco junto a una jarra para el aseo. Gracias al pozo también situado en la parte de atrás, la posada se abastecía de agua. 

La llegada del tren a la estación de Auvers el 20 de mayo de 1890 y con él un pasajero muy singular, poco vaticinaba los acontecimientos que se iban a desencadenar no solo para la familia Ravoux, sino para la historia del arte en particular. 

Continuará…

Candela Decadente

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1 month ago