espacio en blanco
Cuento de Nochevieja
Madrid, Nochevieja 1997-1998
La agente Fernandez recupera la consciencia, no sabe dónde está ni qué ha pasado; la última imagen que tiene en la mente la transporta al desayuno. Hay un fuerte olor a humedad y entra algo de claridad por un tragaluz rectangular situado en la parte alta de la pared. Lo primero que siente es el sabor metálico de la sangre en su boca, luego dolor en el muslo izquierdo. Se toca la pierna, puede meter el dedo por el orificio de entrada y el de salida de una bala en la tela del pantalón.
Sangra con abundancia, pero parece que la trayectoria no ha afectado a ninguna arteria principal. Le tiemblan las manos. Como puede saca el cable del kit de primeros auxilios del cinturón y se hace un torniquete para detener la hemorragia. Intenta concentrarse en su respiración y tomar el control de la situación.
Echa mano de su arma reglamentaria, toca el interior de la funda, ha desaparecido. Busca en las inmediaciones, se estira todo lo que puede pero no la encuentra, el polvo que levanta su mano al palpar la moqueta le hace toser.
Identifica el rotor de un helicóptero entre el ruido de la calle.
– ¡Seguro que es el dispositivo de búsqueda! – dice para sí
Aprieta el puño de una mano y con la otra coge su radio para pedir ayuda:
– Hotel del 1653 33, 33 estoy herida, desconozco mi posición, estoy en un sótano, necesito refuerzos ya.
Nadie responde al otro lado, el piloto rojo del aparato no luce y no se oye el ruido blanco del transmisor.
– ¡Mierda! Se ha vuelto a estropear ¿Dónde se habrá metido Nacho? ¿Cómo va a hacer para encontrarme?
Da dos golpes a ese maldito cacharro y lo vuelve a intentar, pero no vale de nada, sigue sin funcionar.
La luz del foco del helicóptero ilumina fugazmente el espacio. En medio de la habitación se distingue un bulto, pudiera ser un hombre bastante voluminoso.
La agente Fernandez se levanta con algo de dificultad, al incorporarse se marea por un instante. Arrastrando la pierna izquierda consigue llegar a su altura y se sienta a su lado.
El hombre tiene un disparo en el hombro, la camisa se ha teñido de rojo, al apartar la mano con la que se protege la barriga ve un segundo impacto.
Se trata de una anciano, tiene pelo blanco, cara redondeada y grandes mofletes, no puede evitar pensar en su abuelo. Le intenta tomar el pulso en el cuello, el cuerpo está caliente, nota unas leves pulsaciones. Acerca el oído a su boca, pero no le entiende, apenas es capaz de balbucear palabras ininteligibles.
Hace un primitivo vendaje para intentar taponar la herida principal.
– Y luego el sargento me llama “novata Robocop” por llevar un cinturón con kit de emergencias – piensa mientras atiende al hombre.
Revisa las inmediaciones del cuerpo, busca su arma, lo que si encuentra es un cuchillo. No tiene rastro de sangre.
– No se preocupe, tranquilo, le sacaré de aquí, aguante un poco más.
El helicóptero vuelve a pasar. Ya con la cabeza más despejada y los ojos acostumbrados a la oscuridad, se puede hacer una idea del espacio en dónde se encuentra. Hay un viejo tresillo algo desvencijado, a su lado un peluche rosa, en una esquina el sumidero de aguas con la tapa de abierta y al fondo unas escaleras que suben a la planta superior.
La idea de que tiene que haber una tercera persona que se ha llevado su pistola se repite una y otra vez en su cabeza.
– Menos de un año en el cuerpo y me han quitado el arma reglamentaria ¿Por qué no me ha rematado? ¿Por qué arriesgarse a dejar con vida a alguien que pueda identificarte? También tengo las esposas y el resto del equipo, no puede ser un golpe de suerte, ha tenido que salir con prisa por algún motivo.
Al levantarse el hombre le agarra por la muñeca con una fuerza sorprendente para su estado, casi la desestabiliza.
– Ahora vuelvo, voy a por ayuda.
Va hacia las escaleras, a media altura sobre el primer escalón encuentra el interruptor de la luz. Un par de “tic, tac” nerviosos de la palanca de plástico después, se convence de que tampoco funciona.
Resopla, se lleva las manos a la cara, a aquel hombre no le queda mucho tiempo, así que tiene que continuar. Carga el peso de su cuerpo con el hombro izquierdo en la pared, puede notar los pinchos del gotelé, se ayuda agarrándose en la barandilla para subir. Al llegar a la puerta le sorprende que no tiene manija en la parte interior, está abierta, toma aire mientras sopesa si entrar o esperar a la caballería.
No sabe lo que hay al otro lado, puede que quien le quitara el arma permanezca en la vivienda. Ha perdido la noción del tiempo que lleva en esa casa, pero tiene que actuar ya, hay vidas en juego.
No ve a nadie, decide meter la cabeza. La peste a tabaco que impregna el espacio se le pega en la nariz. Se puede ver una planta con la cocina abierta al salón y al fondo un pasillo. Hay muebles caídos y trastos por el suelo.
Se echa hacia atrás hasta que se da un pequeño golpe en la nuca.
– ¿Dónde se habrá metido mi compañero?¿Le habrán herido? O algo peor
No se lo quiere ni imaginar, parece su peor pesadilla.
Abre lo justo para pasar y se cuela en el interior, con sigilo se acerca al teléfono de la cocina, lo descuelga pero no hay tono.
– No puede ser, no puede ser que salga todo mal.
En la pila del fregadero rebosan platos con restos de comida pegada y sube un olor ácido que le provoca una ligera arcada. Abre los cajones de la cocina, busca algo que le resulte de utilidad. Uno se le resiste, al tirar con fuerza se cae al suelo haciendo un ruido seco que a ella le parece que se ha escuchado en toda la manzana.
Apoya las manos en la encimera de granito, baja la cabeza negando y se muerde el labio inferior. Al mirar al suelo ve una linterna, poniendo todo el peso en la pierna derecha se agacha y la coge. Observa como en la parte superior del hueco hay pegado un gran sobre marrón. es lo que hacía que no se pudiera abrir.
Enciende la linterna y se la mete en la boca, mientras lo vacía, caen en la piedra un montón de recortes de prensa sobre secuestros de niñas.
– ¡Será hijo de puta! ¡Y a mi me recordaba a mi abuelo!
Hace un esfuerzo por recordar, pero la última escena que tiene en la cabeza es en el coche patrulla con Nacho, su sargento, la agente Fernandez acaba de licenciarse en la academia. Intenta de nuevo usar la radio sin éxito. Le obsesiona que no aparezca el arma, que haya un cómplice, así que decide continuar con el registro.
En el salón hay una estantería volcada. Sobre la mesita de delante del televisor encuentra una bolsa de gominolas, un cenicero con varias colillas y un par de vasos de vino rotos.
Hay libros y cintas VHS esparcidas por todo el suelo, se agacha y revisa algunas. Las carátulas en vez de películas tienen nombres de juguetes: oso amoroso, mi pequeño poni, Barbie, etc. parecen grabaciones caseras.
Una serie de explosiones hace que se tire al suelo protegiendo su cabeza con las manos, al momento empiezan los gritos.
– ¡Feliz 1998! ¡Feliz año nuevo!
Un grupo de jóvenes celebran la nochevieja cantando a pleno pulmón “Un año más” de Mecano. Empiezan los fuegos artificiales. La sala se ilumina de colores, pasa del rojo al verde o al amarillo.
Nota como el pulso se acelera y la habitación se desenfoca. Cierra los ojos con fuerza e intenta de nuevo concentrarse en su respiración para no caer sin sentido. Levanta la cabeza y ve un rastro de gotas de sangre seca que se dirigen al sótano.
En la pared hay un reloj, se parece al de una sala de la comisaría, marca las once de la noche. Le viene a memoria la reunión de hoy por la mañana y la planilla con los horarios. Acaba a las ocho de la tarde y por eso no está su compañero. Al salir del turno se había roto una cañería, su taquilla tenía dos palmos de agua y no pudo cambiarse.
En medio de aquel salón se da cuenta de que nadie la busca, el helicóptero es el que vigila las calles durante la nochevieja. La habitación empieza a dar vueltas, pero tiene que seguir, tiene que conseguir ayuda. Todo depende de ella.
El ruido de algo al romperse en al fondo de la casa hace que la tensión le recorra la espalda hasta el cuello.
– ¡Hay alguien ahí!
La subida de adrenalina la despeja, agarra un listón de madera medio roto que le sirve de muleta, parece como si el dolor desapareciera. Va hacia el pasillo, se coloca de espaldas al lado de la primera puerta. Abre despacio y mira en su interior.
Es el cuarto de baño, lo revisa con el foco de la linterna, no hay nadie. Repasa el borde de la bañera, el váter y el lavabo, da un paso atrás al ver su cara reflejada en el espejo. Tiene un profundo corte que le atraviesa la frente, apenas puede distinguir sus facciones, el reguero de sangre le cubre la cara y baja por el lado derecho de su cuello, no sabe cómo se mantiene de pie.
En el armario de cristal que hay sobre el lavabo encuentra un montón de cajas de Orfidal, detrás los apósitos y el resto de medicamentos.
La siguiente habitación está abierta de par en par, al revisar el picaporte ve que sólo hay un agujero para la cerradura y en la parte exterior. Cuelga de la pared del pasillo una cadena con una llave.
Es un dormitorio infantil, tiene dos camas gemelas con colchas rosas, entre ellas una mesilla con un vaso de agua y a su lado otra caja de Orfidal de la que sale un blister al que le faltan pastillas.
– ¿Dónde te escondes? Se que hay alguien, casi puedo olerte – dice entre dientes.
El viento mueve los visillos, la persiana está casi bajada, es la única ventana que ha visto cubierta por una reja.
Justo enfrente se encuentra la última habitación del pasillo, es el único sitio que queda para esconderse. Como buena aficionada al mus decide echar un órdago, pero en este caso es a vida o muerte.
– ¡Policía! Salga con las manos en alto y nadie más saldrá herido. ¡Está rodeado!
Nadie contesta, espera un rato y vuelve a insistir
– Ríndase, no tiene escapatoria, no lo empeore más, voy a abrir para que pueda lanzar el arma hacia mi.
Entorna la puerta lo justo para que puedan deslizar la pistola sin ser descubierta, ve una esquina del dormitorio. Hay una cama de matrimonio, sobre ella un gran crucifijo negro y en la mesilla una foto antigua de una pareja en blanco y negro. Aun siendo mucho más joven, se puede reconocer al hombre del sótano.
Espera un tiempo prudencial y pone la oreja, distingue unos sollozos de un niño. Seguro que tiene un rehén.
Coge con fuerza el listón de madera, abre de golpe y se lanza hacia el lateral de la cama. Se muerde los labios para no gritar, sujeta el muslo herido con su mano para calmar el dolor.
Saca la nariz por encima de la colcha y ve a una niña sentada sobre un charco de orina, está sobre los cristales de la ventana. Hay un jarrón roto en el suelo. La pequeña apenas llegará a los diez años. Tiembla como una hoja.
En ese momento la agente Fernández lo recuerda todo.
De vuelta del trabajo el coche empezó a echar humo, fué a pedir que le dejaran llamar por teléfono a una grúa. Oyó a una niña gritar. Se acercó a la casa sin hacer ruido y vio por una rendija a un hombre sobre ella. Intentó llamar por radio para pedir refuerzos pero el transmisor no funcionaba.
Nacho, su sargento, siempre dice que hay que esperar, que los lobos solitarios consiguen que los maten a ellos y a los que vienen a ayudarles, pero esto era distinto, tenía que intervenir.
Rodeó la casa hasta que vio una ventana por donde entrar, la rompió con la culata de su arma y se coló en el domicilio. Pilló al hombre en el dormitorio de la niña, al verse sorprendido sacó un cuchillo, se lo puso en el cuello a la menor y la arrastró al sótano.
De camino iba lanzando los muebles que encontraba a su paso, una balda de madera de la estantería golpeó a la policía, cayó al suelo con la frente abierta. Se incorporó de inmediato y corrió al teléfono de la cocina pero no funcionaba, él había arrancado el cable de la línea a su paso. Bajó al sótano muy despacio, arma en mano, asegurando cada escalón.
– ¡Policía! No lo empeores, entrégate.
Colocó a la niña como escudo justo delante de él, con el cuchillo en el cuello de la criatura. Retrocedieron hasta la pared para destrozar el cuadro de luces de la casa. Apenas podía distinguir nada y mucho menos disparar.
– Ahora vas a quedarte quietecita y dejarme salir si no quieres ver cómo le corto el cuello.
– Venga, vamos a hablar, no tienes escapatoria, ¿No oyes el helicóptero? – intentó poner toda la firmeza posible en su farol.
En ese momento empezaron a tirar cohetes para celebrar el fin de año, el ruido retumbaba por todo el sótano. El hombre se volvió hacia el tragaluz y aflojó la presión sobre el cuello de la niña, que aprovechó para tirarse al suelo y correr hacia la oscuridad. Al verse sin el escudo de su rehén, echó a correr hacia ella que disparó dos tiros. No consiguió derribarlo, comenzó un forcejeo para quitarle el arma.
Los dos acabaron en el suelo, la pistola se volvió a disparar, pero en este caso hiriendo a la mujer en el muslo. En un último esfuerzo, él intentó llegar al arma que había caído a mitad de distancia de ambos, pero ella fue más rápida, le dió una patada que la alejó cayendo en el sumidero del sótano.
La agente Fernandez se arrastró en busca resguardo cerca de la pared, a partir de ahí todo va a negro.
Con la película ordenada en su mente, se sienta al lado de la pequeña, que no se atreve ni a mirarle a la cara.
– No te asustes, soy policía, no te voy a hacer daño. Todo ha terminado ¿Cómo te llamas? Yo soy Sara
– Yo me llamo Ana, Ana Mendoza
Mientras consigue que se tranquilice y confíe en ella, se queda fija en sus grandes ojos azules, casi de color violeta. Después de un rato salen juntas para buscar ayuda. Son las doce y el castillo de fuegos artificiales da la bienvenida a 1998.
Madrid, Nochevieja 2022-2023
En el último piso de un bloque de un barrio marginal, una pareja de inspectores esperan que llegue la juez para levantar un cadáver. Otra muerte por sobredosis, pura rutina.
Ven los fuegos artificiales asomados en la ventana, por la calle un grupo de amigos va cantando “Un año más” de Mecano, deben tener unos cuarenta años.
– Dicen que siempre te pides la guardia de Nochevieja
– Sí, hace muchos años me pasó algo que hace que crea en los cuentos de Navidad, en nochevieja todo es posible
– Inspectora Fernandez, después de tantos años y con lo que ha visto, no me lo puedo creer.
Un agente les avisa, se acercan al cuerpo, la Sra. Juez se queda pálida, les da la mano, está fría y empapada en sudor.
– ¿Cómo se hizo esa cicatriz en la frente?
– Fue hace mucho, es una larga historia y creo que todos queremos acabar con esto cuanto antes.
Al mirar a su señoría a la cara se queda parada, da igual los años que pasen, esos ojos azules casi violetas eran inconfundibles, empieza a buscar entre los papeles el nombre de la Juez.
– Sara déjalo, soy la Juez Ana Mendoza, acabo de pedir el traslado, tenemos que empezar a vernos otros días que no sean Nochevieja.
La televisión sigue puesta en el salón de la casa, se cuela el sonido de las campanadas dando paso al 2023.
Miriam E. Monroy
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01 Enero 2024