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La Maldición del Índio

El sonido de una cucharilla moviendo el café sin cesar crispa los nervios de Pedro, el camarero del Café Valentino, se da la vuelta y ve a Javier con la mirada concentrada en el remolino de la taza.

– ¡Que el café va a vomitar del mareo!, además ni siquiera le has echado el azúcar, ¿Que te pasa esta mañana?

– No se donde tengo la cabeza, hoy comienzo con la liquidación del local, tengo que cerrar.

– Ya lo siento, no se que decirte, el café corre a cuenta de la casa.

– Gracias, No entiendo nada, es un local estupendo y bien localizado, además no hay otra mercería en el barrio.

Apura la taza y sale con la mirada en el suelo y las manos en los bolsillos. Una mujer mayor, regordeta, de cara redondeada y pelo blanco está sentada en la barra, el taburete hace un pequeño chirrido con su ligero balanceo, se queda mirando la nueva pantalla plana que cubre media pared.

– ¿Habéis comprado televisión nueva?

– Si, a ver si con el futbol se anima esto que la cosa está jodida, aquí tiene lo suyo.

El camarero sin necesidad de haber pedido, le coloca delante uno con leche en vaso y una porra de las que tiene en la bandeja encima de la cafetera.

– Gracias hijo, no he podido evitar oír vuestra conversación ¿El Indio haciendo de nuevo de las suyas? 

– Yo no creo en esas cosas.

– Yo ni creo ni dejo de creer, pero desde que cerró ningún otro establecimiento ha funcionado.

Rosa moja la porra en el café y la muerde, el sabor le traslada en el tiempo, a esa misma cafetería cuarenta años atrás. En lo alto hay un televisor Telefunken en blanco y negro donde Tierno, el viejo profesor, lee uno de sus bandos. Está desayuno con su hija, que aunque apenas levanta un metro del suelo, da buena cuenta de una porra y una taza de chocolate caliente.

Salen a la calle y se dirigen a la plaza de la Luna, se puede ver la respiración, intenta calentarse las manos con su aliento, se ha dejado sus guanes en casa. La pequeña Rosita va enfundada en un verdugo de lana azul marino con bufanda cosida en la parte de atrás y unas manoplas a juego, todo obra de la abuela. 

Cuando llegan a la plaza, se oye el griterío de los jóvenes que hacen cola para sacar las entradas en los Cines Luna, en la esquina de enfrente está la chocolatería “El Indio”. La niña pone las manos en el escaparate y pega su naríz roja en el cristal que se empaña por el vaho. En el interior está  la figura de un hombre negro con un extraño sombrero en medio de dos grandes tarros de dulces.

– Vamos para casa Rosita, cuando papá cobre venimos y te compro chocolate.

La madre tira del codo de la niña con suavidad para continuar con la marcha

– Mamá, el Indio me ha guiñado un ojo y me ha sonreído. 

– Venga cariño no digas esas cosas, te lo habrás imaginado.

Madre e hija toman el camino de vuelta a casa, pasados unos metros la mujer se vuelve y sonríe. Recuerda cómo cuando ella era una cría y pasaba con Doña Rosa se quedaba pegada al escaparate, aquella figura le sonreía y sentía calor en el pecho pese al frío invierno de Madrid. Lo mismo repetía su madre cuando empezó a perder la cabeza, tenía el recuerdo de pasar por la tienda cuando era una niña.

La chocolatería vió nacer al siglo XX, sobrevivió a una guerra, a la escasez de la posguerra, vió correr a los jóvenes delante de los grises y nacer la democracia, pero se le atragantó el “Kit-Kat” de la posmodernidad y no pudo llegar a conocer el nuevo milenio.

El Indio vivía en los sueños de los niños, espantaba sus pesadillas y les daba los dulces que llevaba el sombrero y que no podían pagar sus padres. Cuando cerró la tienda se quedó en el local, espantando a la clientela. El único negocio que puede funcionar es una chocolatería.

Miriam E. Monroy

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11 Noviembre 2023