Sangre en la Puerta
La llamada llegó pasada la medianoche, justo cuando la ciudad dormía y mis sentidos despertaban. Una mujer había gritado auxilio desde una casa en las afueras. Aceleré hacia la dirección con las luces apagadas; la discreción siempre me venía bien.
Cuando llegué, la fachada era un reflejo de su inquilino: sucia, descuidada, con un aire que olía a ira contenida. Me acerqué a la puerta, sentí el latido de los corazones al otro lado. Uno desbocado, pequeño y temeroso; otro lento y aplastante, cargado de soberbia.
Toqué la puerta con calma, dejando que el eco anunciara mi llegada.
El hombre que abrió tenía ojos que escupían desconfianza. Me miró de arriba abajo y frunció el ceño.
—¿Qué quiere, oficial?
—Recibimos una llamada. ¿Puedo pasar? —Mi voz salió firme, sin titubeos.
Vi cómo sus pupilas dudaban. Su instinto depredador reconoció algo en mí que no encajaba del todo, pero no estaba seguro de qué era.
—No tiene permiso. Aquí no pasa nada. Váyase.
Ahí estaba la vieja trampa. No podía cruzar el umbral sin su consentimiento, y él lo sabía, aunque no entendiera por qué. Lo observé un segundo más, percibiendo su pulsión. Estaba mintiendo. El olor a miedo de la mujer impregnaba las paredes.
—Escuche, señor. Si no me deja entrar, llamaré a los refuerzos. Esto se hará más complicado para usted, dejando que viera mi mano lista para la radio.
Se tensó, pero el golpe de autoridad lo hizo retroceder. A veces, los monstruos humanos son fáciles de manipular.
—Está bien, pase. Pero no toque nada.
Un paso, y el mundo cambió. Al cruzar el umbral, sentí cómo la casa me absorbía; cada rincón exhalaba miedo y rabia. Mi mirada se enfocó en la mujer. Estaba sentada en el sofá, las manos temblorosas apretando una bata de color desteñido. Su rostro tenía rastros de algo más oscuro que las sombras: una mejilla inflamada, un ojo morado.
—¿Se encuentra bien, señora? —le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Ella apenas asintió, mirando de reojo al hombre que se cruzó de brazos detrás de mí. El latido de su corazón traicionó su pose de valentía.
—No tiene derecho a meterse aquí. Ella no ha dicho nada —soltó.
Me giré hacia él, mis colmillos presionando mis labios, ansiosos por desgarrar. No. Recordé que no estaba aquí por eso.
—Tiene derecho a protegerse. Y yo tengo derecho a detenerlo.
Cuando intentó abalanzarse, lo derribé sin esfuerzo. Mis sentidos lo anticiparon todo: su fuerza, su desesperación, su sudor agrio. En un instante, estaba esposado en el suelo.
La mujer sollozó al verlo reducido. Me agaché para mirarlo directo a los ojos.
—¿Sabe lo que pasa cuando una presa se cree el depredador? Descubre demasiado tarde que el verdadero depredador siempre está al acecho.
Al final, cuando lo subieron al coche patrulla, me quedé en la puerta un instante más, sintiendo la calma regresar. No era la justicia perfecta, pero esa noche, bastó.
Candela Decadente
/
6 Enero 2025